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Alimento Diario - 3 de Enero, 2018

  

En Jerusalén vivía un hombre justo y piadoso, llamado Simeón, que esperaba la salvación de Israel. El Espíritu Santo reposaba en él y le había revelado que no moriría antes de que viera al Ungido del Señor. Simeón fue al templo, guiado por el Espíritu. Y cuando los padres del niño Jesús lo llevaron al templo para cumplir con lo establecido por la ley, él tomó al niño en sus brazos y bendijo a Dios. (Lucas 2:25-28)

SOSTENIENDO A JESÚS

A pesar de su larga vida, Simeón todavía tenía un deseo por cumplir: ver al Mesías anunciado, así como Dios se lo había prometido. ¡Cuánto habrá atesorado esa promesa!

Cuando llegó el día, el Espíritu Santo llevó a Simeón al templo donde una familia joven estaba yendo para adorar y ofrecer sacrificio. No tenían nada de extraordinario. Sin embargo, Simeón reconoció al niño: ¡Jesús, el Mesías, su Salvador! Y lo tomó en brazos y bendijo a Dios.

Estaba sosteniendo en sus brazos al Dios encarnado, el deseo de toda su vida, y eso ya era suficiente. De su corazón brotaron las palabras que hoy conocemos como el Canto de Simeón.

Hay momentos en los que yo también quisiera poder sostener a Jesús en mis brazos. A veces es difícil querer a un Dios invisible, cuya voz no escuchamos con los oídos y cuyo rostro nunca hemos visto. Pero el Espíritu Santo nos mantiene fieles y llenos de fe.

Quizás esa sea una razón por la cual Dios se nos ofrece en cuerpo y sangre: para que podamos tocarlo y degustarlo. Dios sabe que, como Simeón, necesitamos ver, tocar y degustar al Cristo. Y es por ello que comparte con nosotros su salvación, tanto en espíritu como en cuerpo. Todo nuestro ser ha sido redimido por la muerte y resurrección de Cristo. Un día, las palabras de Job se harán realidad para cada uno de nosotros:

“Yo sé que mi Redentor vive,
       y que al final se levantará del polvo.
También sé que he de contemplar a Dios,
       aun cuando el sepulcro destruya mi cuerpo.
Yo mismo seré quien lo vea,
       y lo veré con mis propios ojos,
aun cuando por dentro ya estoy desfalleciendo.”(Job 19:25-27)

ORACIÓN: Querido Señor, te pertenezco en cuerpo y alma. Fortalece mi fe hasta la eternidad. Amén

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